El acuerdo de París sobre clima: entre milagro, desastre y (posible) punto de inflexión

Por Florent Marcellesi, portavoz de EQUO en el Parlamento Europeo, @fmarcellesi

Al aprobar el acuerdo de París, George Monbiot declaró en The Guardian: “En comparación con lo que podría haber sido, es un milagro. Y en comparación con lo que debería haber sido, es un desastre”. Sin duda, es una de las frases que mejor resume los sentimientos encontrados que muchos nos llevamos de vuelta de la cumbre climática de COP21.

Primero, es un milagro. Alcanzar un acuerdo universal de este tipo, es decir firmado entre 195 países con intereses y visiones totalmente antagonistas, es digno de elogio. Arabia Saudí (representada por su ministro del petróleo), Polonia, Venezuela y Argentina defendían con mucho empeño los intereses del petróleo, gas y carbón. China y la India insistían una y otra vez en la “diferenciación” para no aportar financiación al fondo verde y por poder crecer (y por tanto emitir) todavía unos años más.

Las islas del Pacífico y del Caribe, y en general los más vulnerables como muchos países de África, lanzaban constantes gritos de socorro y alerta: para ellos, el cambio climático es simplemente una cuestión de supervivencia. Estados Unidos no podía asumir un acuerdo demasiado vinculante, por la espada de Damocles de su Senado. La Unión Europea, con unos de los compromisos más altos de reducción (en comparación con los demás), buscaba nuevas alianzas para obligar a los países emergentes a reconocer que el mundo ya no era el mismo que en Kioto y que ellos también tenían que desembolsar su parte. De por medio, Francia, como anfitriona, sacaba sus mejores dotes de diplomacia: a Fabius, el presidente de la COP21 y su equipo, le debemos al menos el haber alcanzado un acuerdo con un objetivo a largo plazo mejor que previsto y no repetir el fiasco de Copenhague.

Y por supuesto que es un acuerdo de mínimos, lleno de ganchos variopintos y contradictorios para que todos los países puedan volver a sus casas con la cabeza alta. Con el tipo de gobernanza mundial débil que tenemos y con los mimbres geopolíticos actuales, difícilmente podría ser otra cosa. Tampoco se puede esperar mucho más teniendo en cuenta las corrientes culturales dominantes: sintiéndolo mucho, las opiniones públicas mayoritarias y sus reflejos gubernamentales en COP21 no apoyan las tesis más ambiciosas que defendemos el movimiento por la justicia climática. Pero si ni siquiera el cambio climático está presente en el debate electoral español en plena cumbre, ¡cómo vamos a pretender que los negociadores sean más ambiciosos!

Al mismo tiempo, es un desastre. A nivel científico, queda poca duda de que el acuerdo de París es totalmente insuficiente para lograr el propio (y buen) objetivo a largo plazo que se marca: no superar 1.5°C de aumento de temperatura al final de este siglo. Con los compromisos actuales de reducción de gases de efecto invernadero (GEI) presentada por los países, el aumento de temperatura va más bien hacia los 3°C, poniendo en riesgo la vida y la dignidad de millones de personas en el mundo. Tampoco se ha incluido en el acuerdo el sector de la aviación y el transporte marítimo, hoy responsables de un 10% de las emisiones de GEI. Sin regular de manera concreta ambos sectores el objetivo del 1,5ºC es ilusorio.

Por otra parte, la nueva formulación sobre balance de las emisiones de gases de efecto invernadero para la segunda mitad del siglo XXI es muy ambigua. Tal como ha quedado, se trata de un objetivo mucho menos ambicioso que la necesaria descarbonización de la economía y que dependerá de la interpretación de cada país (ojo que llega aquí la industria de la captura y almacenamiento de CO2). Existe pues una incoherencia flagrante (además de sabida y reconocida) entre instrumentos y compromisos prácticos del acuerdo con sus metas políticas a largo plazo.

Ahora bien, si esta incongruencia en el contenido es desde luego el punto más dudoso y decepcionante de COP21, es también necesario analizar el acuerdo en término de dinámica social y política. Ante todo, no pasemos por alto una victoria fundamental: hemos ganado la hegemonía cultural climática. Hemos ganado el discurso y el corazón. El cambio climático, esta gran lucha del siglo XXI, ya no solo marca la agenda internacional sino también el imaginario social. Si bien es cierto que es necesario pasar de las palabras a los hechos, al mismo tiempo para pasar a los hechos es imprescindible tener primero una palabra fuerte. Ya la tenemos, París le ha dado legitimidad planetaria.

Además, no pasemos por alto tampoco el conjunto de reacciones al acuerdo, no solo las nuestras. Por ejemplo, los republicanos estadounidenses ya sueñan con tumbarlo por ser, según ellos, un acuerdo que va en contra del comercio. Por su parte, el lobby europeo del carbón se queja de que “Naciones Unidas retrata las energías fósiles como enemigo público N°1”. Desde luego se habrá percatado de que el mercado del carbón cayó en picado durante la cumbre climática. Sin duda, sensibles como son a las señales psicológicas y económicas, los mercados de las energías fósiles han leído y anticipado el artículo 2.1.c que llama la reorientación de las inversiones financieras hacia las actividades bajas en carbono (y se han enterado del potente movimiento de desinversión de las energías fósiles).

Visto desde un punto de vista dinámico, París abre una brecha. Muy pequeña pero una brecha que se cerrará o se ampliará según nuestra capacidad de crear a todos los niveles geográficos las correlaciones de fuerzas necesarias en favor de un mundo sin fósiles y carbono. Que este acuerdo sirva para algo dependerá por tanto de la capacidad social y política en cada país, empezando por España y Europa, de exigir, por una parte, el cumplimiento del acuerdo y, por otra, de acelerar desde la ciudadanía y las instituciones la transición ecológica y energética hacia otro modelo justo y sostenible. Para ello, aprovechemos todos los ganchos del acuerdo que nos sirvan, y en particular su significado simbólico y emocional. Es hora de una movilización sin precedentes para una lucha sin precedentes hacia la era de la responsabilidad climática. Así que seamos estrategas, hagamos del acuerdo un punto de inflexión.

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