De avances ficticios y soledades impuestas


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Esto no es un cuento, ocurrió hace unos días, muy cerca.

A pesar de su abrigo de paño, jaspeado en grises, que convertía su diminuto cuerpo en parte del mobiliario urbano, mis ojos descubrieron a Marga, sentada en un banco al otro lado de la plaza. Yo volvía de un recado por una de las calles principales y ni siquiera la distancia pudo evitar que se me partiera el corazón. Sus hombros caídos se sacudían al mismo tiempo que intentaba cubrir su cara con manos y brazos. Lloraba; lo tuve claro. Lloraba con la expresión que adquieren algunas veces nuestras pequeñas criaturas cuando alguien ha perturbado su inocencia.

Sin dejar de caminar hacia ella, me dio tiempo a observar que algunas personas que iban de paso ni siquiera la miraron. Ella no estaba allí para llamar la atención. Quizá no fuera la primera vez, pero lloraba tanto que, ya a 3 metros de distancia, se oía el desconsuelo que salía por su garganta. No podía ver su rostro, pero sí unas cuantas bolsas de plástico a sus pies, llenas de objetos que no parecían formar una de esas compras que hacemos cualquier día en el supermercado. Me sorprendió mi propia voz cuando, tocándole suavemente el hombro, le pregunté si estaba bien (¡¡qué absurda y torpe pregunta para empezar…!!).

Tardó en reaccionar unos segundos que se me hicieron eternos, levantando al fin la cabeza para mirarme. Le pregunté por qué lloraba, le pregunté si necesitaba ayuda, pero ella se limitó a interrogarme con la mirada entre perdida y estupefacta, como alucinada de que una extraña se preocupara por ella. El tacto de aquel abrigo era como de estropajo, o quizá me lo pareció porque estábamos rozando los 30˚C. El banco donde se hundía estaba al sol, pero a ella no parecía molestarle. Me fijé en sus manos destrozadas, me llegó su olor, como cuando tu vida ronda la proximidad de una hoguera prendida con podredumbre. Levantó más la cabeza y por fin respondió, todavía con un hilo de llanto, que tenía mucho miedo. Fue entonces cuando me llegó su aliento a alcohol, aunque entre todas sus cosas sólo vi una lata de cerveza sin abrir; los ocupantes de las bolsas eran botellas enormes de refrescos varios, todas de plástico y todas vacías. Me costó al menos otros 5 minutos que me dijera qué es lo que le daba tanto miedo y me enseñó un juego de 3 llaves que llevaba colgadas de la muñeca con una cadena roñosa. Intenté que se comunicara conmigo, mientras insistí pidiéndola que no llorara porque, según ella, eran las llaves de su casa, pero no sabía si podría abrir la primera puerta – una verja de hierro, me dijo – y entonces empezó a repetirme su nombre y apellidos, su dirección completa, incluso el número de su DNI. Marga había aprendido a repetir todos esos datos como si de una niña perdida se tratase, aunque me confirmó que sabía llegar a casa, que vivía sola, que su hermano padecía una enfermedad mental y que sus padres ya habían muerto. Volvió a llorar desconsoladamente y pasé a las presentaciones. Le dije lo más dulcemente que pude que si seguía llorando me hacía sufrir, que me pondría a llorar yo. Le pregunté si podía ayudarla; intenté razonar con ella respecto al tema de las llaves: “Si dices que anoche dormiste en tu casa, y fuiste tú quien abrió la puerta; si dices que siempre llevas las llaves colgadas y, como son las mismas llaves, no tienes que tener miedo de no poder entrar. ¿O es que alguien te ha cerrado la puerta?”. Marga tenía respuestas para casi todo, con datos sobre el pueblo en el que había nacido su padre, con el nombre científico de la enfermedad de su hermano, de nuevo su dirección completa y hasta me dijo que llevaba lentillas y que, si se las quitaba, no veía “tres en un burro” (le costaba pronunciar las erres). Bajé un poco mis gafas y le dije que a mí me pasaba lo mismo si me las quitaba. Como quien escucha el mejor chiste de un concurso, ella empezó a reír a carcajadas, empapada en lágrimas. Me soltó una nueva frase: “Es usted un ángel”.

En la misma plaza de la que no nos movimos en 45 minutos, a ratos el estruendo nos impedía entendernos. Unos operarios estaban ultimando el montaje de un escenario gigante, para las fiestas de San Isidro. Hierros saliendo de un camión como los de las mudanzas y gritos dando órdenes. En unas horas, muchas personas llenarían el espacio con expectativas de divertirse con la música y el baile locales. Quizá alguna de las personas que pasó a nuestro lado tenía pensado asistir a la fiesta, y me pregunté cómo era posible que muchas de ellas detuviesen apenas el paso, intrigadas por mis preguntas a aquella mujer que lloraba, que podría estar enferma o haber sufrido un atropello. Nadie se detuvo; nadie preguntó. Nadie.

Marga sonrió unas cuantas veces más mientras hablábamos de cocina sana. Además de sus lentillas inexistentes, me confesó tener anemia, así que la cosa derivó en eso que llamamos cuidarnos. Para ese momento, mi dolor más profundo ya estaba defendiéndose de ella, cubriéndose de ese frío blanco que la mayoría hemos aprendido a utilizar como capa protectora. Ya sabía a esas alturas que llamar a alguien no ayudaría a Marga, sino todo lo contrario. Yo no podía rescatarla, pero su olor y sus ojos agradecidos traspasaban todas mis capas razonables y me pinchaban el corazón. No por ella, que a ratos parecía vivir fuera de la realidad o haberse inventado una propia, sino por todas nosotras.

Esta misma semana casi todo el mundo que sigue las noticias ha podido saber de hasta 3 casos distintos de muertes (“naturales” las llaman) o descubrimientos de cadáveres de mujeres y hombres de edad más o menos avanzada que dejaron la única existencia que conocemos sin que alguien les echara de menos; sin médicos, enfermedades, urgencias o llantos de cercanos o extraños. Eran personas que vivían solas y que murieron solas. Como casi siempre, las instituciones aseguran querer tomar cartas en el asunto y estar dispuestas a tomar medidas para prevenir y paliar el “alarmante” incremento de casos como estos. Como casi siempre, las instituciones se mueven a años luz de distancia. Son como aquellos marcianitos de las series de mi infancia: No viven aquí; no entienden lo que ocurre en este planeta. Así que difícilmente trabajarán para prevenir y paliar. ¿Alarmante? ¿Ahora?

Ni la edad, ni la enfermedad mental, ni siquiera la capacidad económica, son de por sí causas que provoquen una situación que en breve se convertirá en permanente y quizá irreversible. Ya hace largo tiempo que hemos convertido las ciudades en cárceles de soledad; soledad propia y colectiva. Nadamos entre necesidades ficticias y ficticios también son esos avances que no nos permiten parar y reflexionar sobre lo que significa vivir, cada persona dentro de su muro, cerrándonos a la humanidad que nos rodea y creyendo a salvo nuestra propia humanidad.

El llanto de Marga taladra mis oídos; su miedo a “no poder entrar” podría ser miedo a tener que hacerlo. Ese mismo miedo que, tarde o temprano, nos invadirá como especie, nos destruirá como personas y se llevará consigo nuestra historia de miseria.

@SoyLadyBird

 

 

Esloquehay